Voces del impulso, o la poesía íntima y racial de las afueras.
Los versos a veces toman caminos raros. Lo sé porque lo que extraña a veces resulta. Estas sendas que se pierden entre el follaje de los ojos de los otros, de los indiferentes, de todos aquellos que asumen que el mundo está hecho de tópicos, ecuaciones matemáticas y cuentas de resultados, suelen llevar a destinos igualmente raros, y así ha de ser.
Bueno, a lo que iba, que los versos a veces toman caminos raros, y también las lecturas. A Yeison puedo imaginarle mirando otras pieles mientras emborrona folios, y templa sus pedacitos de enfados y crispaciones que todo joven cultiva con esmero y, a veces, asombro. Imaginar a este chico de tal forma, luchando contra todos mientras ese todo se revela, no es nada casual en alguien que inicia una caminata con paso firme, convencido, los audaces en este mundo de bestias.
Sigamos, los versos toman, soy muy reiterativo, caminos raros, a veces. Para encontrarse con ellos a uno le tiene que gustar el viaje, pero teniendo en la cabeza que el viaje transforma, te vuelve alguien distinto, asumes la pérdida del que eras para adaptarte al nuevo ser que emerge entre las llagas y las ampollas en los pies cansados.
Me encontré con el poemario “Voces del impulso” emprendiendo mi viaje por esos caminos. Soy un tipo fetichista, de los que si le engancha un título es capaz de comprar una edición entera de un libro y hacerlo suyo. Pero quiero hablar de Yeison, de ese chico que no escribe versos, pues parece que los escupiera mientras patea una botella vacía en medio de la calle. El título de su primer poemario, “Voces del impulso”, es muy descriptivo respecto a lo que uno se encuentra a lo largo de la lectura.
Desde el amor hasta la piel, pasando por la soledad del que se siente o le sienten diferente, aborda este poemario el tiempo del que lo lee. Y no voy decir nada relativo a la calidad de unos versos que por momentos duelen, ni tampoco me atrevo a analizar un poemario que se da por cerrado y que apenas si ha empezando.
Yeison arrolla con una realidad que algún día será útil para muchos, porque los teóricos literarios, algunos, dicen que la poesía ha de ser útil. Esa poesía de las afueras, como todo lo que frecuenta el que no tiene nada que perder, pero lo pierde, es la que abandera Yeison, con sus ecos, su ser, y su arcoíris que idealiza porque es lo que toca, porque no toca otra cosa.
Me gusta la poesía que araña, la que se sabe desbocada hacia la intimidad del individuo, desde donde dispara bocanadas de realidad a los viandantes, a los despistados, a los que se hacen los despistados y esquivan. Así son los versos de este impulso, primerizos para poder seguir sudando melanina en medio del frío, descubridores de lo que hay, que no es otra cosa que lo que todos sabemos, la diferencia es algo sin demasiado futuro en un mundo de bestias que se creen viandantes comunes.
Es un poemario, este de Yeison, necesario, a veces brusco, que se intuye con recorrido, que templa una rabia que solo puede construir desde la crudeza, que busca el amor pero lo que encuentra es el conflicto que nadie mira ni existe, un libro muy recomendable para entender, acariciar pieles desnudas, formar comunidad para no ser nada.
No hay inocencia en los colores de ese arco que a veces toma el cielo, tampoco la hay en este puñado de versos, lucha contra uno mismo, sin artificios, en bloque con esas voces que te empujan, que te hacen buscar ecos, resonancias que no cesan, que no han de cesar, Yeison en estado puro, poesía de la urbe y la acera, del local lleno y puertas cerradas, de un joven que rehúye de la poética manida para entrar de lleno, sin miramientos, en la lucha del ser por encontrar el color negro, en un mundo aún más negro y muerto de hambre.
Enlaces de interés:
Este artículo fue publicado originalmente en La Factoría del Ritmo Número 25 (sección: Publicaciones).
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