Una exposición clara y precisa de las razones que explican la crueldad del conflicto entre Israel y Palestina.
La terrible situación que se está viviendo estos primeros días del año 2009 en Palestina, nos ha motivado a rescatar un artículo del antropólogo Cthuchi Zamarra, publicado originalmente en la revista electrónica Insumissia (alojada en www.antimilitaristas.org ), el 17 de junio del año 2005, en el que se exponen con suma claridad las motivaciones históricas del conflicto entre israelíes y palestinos.
Nos gustaría que sirviera que nuestros lectores tomen consciencia de la gravedad de aquel conflicto. Ójala, la concienciación de personas justas de todo el mundo puedan dar paso a las iniciativas correctas para lograr una paz justa.
Palestina estuvo dominada por el Imperio Otomano desde 1516 hasta 1917, tras la Primera Guerra Mundial fue sometida a la autoridad británica que promovió el llamado Mandato Británico como figura colonial de 1922 a 1947. A partir de ahí y con la creación del Estado de Israel en 1948, el peculiar nacionalismo exclusivista judío, el sionismo, puso en marcha un largo proceso de transformación de un territorio árabe palestino a un espacio dominado por los judíos. A partir de ahí, los palestinos reclamaban la recuperación de sus derechos nacionales, entre los que está disponer de un estado propio y el retorno de los refugiados.
Aparentemente, el conflicto palestino-israelí podría parecer otro conflicto étnico sin más, en el que dos pueblos se disputan un mismo territorio. Sin embargo, aunque los palestinos si mantienen una homogeneidad étnica, al ser todos árabes, entre los israelíes podemos encontrar hebreos, árabes (los llamados orientales), europeos (asquenazis), sefardies (descendientes de los judíos expulsados de España en 1492), etíopes, tailandeses, indostanes, uzbekos, kurdos e incluso más etnias diferentes. Muchas de estas afirman descender de las famosas diez tribus perdidas de Israel por efecto de la conquista asiria en el siglo VIII andes de la era cristiana. Por otro lado, mientras los sionistas pretenden un territorio exclusivo para judíos, los israelíes no sionistas y la gran mayoría de los palestinos hablan de convivencia en común y tan sólo un pequeño porcentaje de estos últimos apoya a los radicales que hablan de “expulsar los judíos al mar”. Esta combinación hace que sea difícil considerar simplemente el conflicto palestino-israelí como un conflicto territorial de carácter étnico.
También podría parecer un conflicto religioso, en los que los seguidores de dos religiones contrapuestas luchan por controlar los lugares sagrados que ambas tienen en común. Tanto hebreos como árabes afirman proceder del mítico Abraham, a cuyos descendientes tanto el Yahvé de la religión judía como Alá de la musulmana (el mismo Dios bíblico en realidad) les prometió la antigua tierra de Canaan, (Palestina, parte de Jordania, y el sur de Líbano y de Siria) en los tiempos en los que como tribus beduinas abandonaban el nomadismo. El sionismo se trata de legitimar en la consideración de que la Tierra Prometida fue otorgada por Dios al pueblo judío, argumento que impide cualquier posibilidad de debate al respecto, pues se considera dogma religioso. Sin embargo, los palestinos no fundamentan su derecho a permanecer en Palestina en base a criterios religiosos, sino históricos y jurídicos, ya que esa tierra les pertenece en propiedad y la legalidad internacional les ha asistido. Además, aunque hay una gran mayoría musulmana, podemos encontrar un amplio sector de población cristiana y drusa entre ellos, sin que por ello se vean privilegiados en el trato que reciben de Israel.
El conflicto palestino-israelí también podría parecer un típico conflicto colonial, en los que se trata de controlar una zona periférica rica en recursos naturales, como es Oriente Medio, implementando para ello políticas de terror contra la población autóctona para obligarles a someterse. Esto estaría en consonancia con la tendencia de la propia definición que la izquierda no sionista israelí hace del conflicto, al autodenominarse muchas veces, movimiento anticolonialista. Sin embargo hay que tener en cuenta que el valor de Palestina no es tanto económico como simbólico, y debe su importancia estratégica más bien a los recursos naturales, en especial el petróleo, de los países vecinos. No hay que olvidar que el origen del conflicto hay que buscarlo en la política colonialista del Reino Unido tras la Primera Guerra Mundial, cuando Palestina quedó como Mandato Británico, así como la de Estados Unidos como potencia hegemónica tras la Segunda Guerra Mundial ante la importancia de Oriente Medio en cuanto a proveedor de petróleo y consumidor de armamento. De hecho, actualmente, la ayuda militar de los Estados Unidos a Israel por año asciende a la increible cifra de 2.068 miles de millones de dólares. Si a esto le añadimos todas las donaciones de carácter privado que los judíos sionistas norteamericanos efectúan a Isarel, obtenemos la clave para entender el poderío económico y militar israelí en la zona. Sin embargo, a pesar la decisiva importancia del apoyo estadounidense a Israel, si reducimos el conflicto palestino-israelí a un conflicto colonialista perderíamos las dimensiones étnicas y religiosas que hacen de este caso algo extraordinario que es lo que lo ha convertido en el punto de mira de todo el mundo.
Así pues, todas estas visiones sobre el conflicto palestino israelí tienen su parte de razón, pero la realidad va un poco más allá que la mera suma de todas ellas. Si bien el sionismo recurre a la identidad nacional como elemento legitimador y el Islam es un componente fundamental del nacionalismo árabe, el conflicto palestino-israelí ni es religioso ni étnico a secas, ya que existe una diversidad étnica entre los judíos y diversidad religiosa entre los palestinos. La forma más apropiada de definir el conflicto palestino-israelí de forma que se resumieran las anteriores dimensiones del mismo sería como un conflicto de apartheid, en el cual una comunidad originaria de Europa u occidentalizada, con mayores recursos económicos, técnicos y militares, mantiene políticas de segregación sobre otra comunidad étnicamente distinguible que es además la población autóctona del territorio en cuestión. En este caso particular, la legitimación para llevar a cabo las políticas segregacionistas israelíes se fundamenta en la propia persecución secular del pueblo judío, que necesita de un “hogar nacional” para escapar a la misma, sin tener en cuenta que para solucionar el llamado “problema judío” se haya creado otro problema que está afectando a las relaciones del mundo árabe con Occidente. Este supuesto antisemitismo secular ha generado un complejo paranoide en los judíos reafirmado por el terrible holocausto perpetrado por los nazis durante la segunda guerra mundial. Desde este punto de vista muy propio del sionismo, el judío se contempla a si mismo como una eterna víctima sin un lugar en un mundo antisemita por definición, de forma que la única posibilidad de supervivencia del pueblo judío radica en la conquista de un territorio seguro, y que mejor para ello que la legendaria Tierra Prometida que su dios tribal les había regalado en sus relatos míticos. Así, la ocupación de Palestina es definida como una guerra de supervivencia del tipo “o ellos o nosotros” que justifica las labores de limpieza étnica que se están llevando allá. Este razonamiento se convierte en fundamentalista desde el momento en que se tacha de antisemita todo lo que sea antisionista, y se elimina así cualquier posibilidad de debate sobre el papel de Israel en el conflicto. Esto les permite calificar sin complejos a los palestinos como antisemitas y terroristas y legitimar con ello todas las vulneraciones de los derechos humanos que en este texto vamos a exponer. Por supuesto, hay un fallo lógico en este razonamiento, y es que olvida tener en cuenta la cruel violencia que se ha dirigido contra los palestinos. Obviamente no se tiene en cuenta, así como cualquier consideración moral del asunto, pues como decía David Ben Gurion, considerado el padre del Estado de Israel, “cualquiera que contemple el sionismo desde un punto de vista moral, no es un verdadero sionista”. Otro aforismo sionista popularizado a finales del siglo XIX hablaba de “una tierra sin pueblo para un pueblo sin tierra”, a pesar de que a principios del siglo XX estaba habitada por algo más de 700.000 personas (80% musulmanes, 10% cristianos y 8% judíos). Este dicho ayudó a forjar un supuesto imaginario, compartido y avalado por los países europeos, según el cual Palestina era una tierra semidesértica habitada por grupos de beduinos incivilizados. Así se establecería la dicotomía entre “civilización” y “barbarie” tan necesaria para justificar las empresas coloniales y que se sigue manteniendo en la actualidad.
Así pues, la realidad de la violencia de los israelíes sobre los palestinos se remonta a los tiempos del mandato británico, cuando los sionistas más radicales de lo miles de colonos judíos que empezaban a acudir a Palestina formaron milicias paramilitares para llevar a cabo campañas de terror contra los árabes, mano a mano con el ejército británico en un principio. Los dirigentes de estas milicias, reputados terroristas que atentaron incluso contra los británicos cuando estos se opusieron a sus intereses, fueron luego jefes políticos israelíes. Ben Gurion, Menahen Beguin e incluso Isaac Shamir, posteriormente a primeros ministros de Israel, habían dirigido comandos armados que asesinaron impunemente a miles de personas y desplazaron a cientos de miles de ellas, tal y como está empezando a reconocer la historiografía postsionista ante la negación total de los historiadores sionistas que afirman sorprendentemente que el desplazamiento palestino fue voluntario. Y es que, durante la fundación del Estado de Israel en 1948, las milicias sionistas obligaron a desplazarse a unas 750.000 personas, todas de etnia árabe y habitantes autóctonos de la zona. Para ello destruyeron más de quinientas ciudades y pueblos, y cometieron masacres indiscriminadas de civiles desarmados, como la de Deir Yashin, en la que se asesinó a sangre fría a 254 mujeres, niños y ancianos desarmados. Con ello, Israel se apropiaba por la fuerza de 78% del terreno de la Palestina histórica bajo mandato británico, cuando legalmente la ONU sólo había conferido el 55%, y eso a pesar de que sólo componían un tercio de la población y que habían anunciado lo que ahora llamamos limpieza étnica en las zonas que les correspondieran. Después de esto, unas 150.000 personas que lograron permanecer en el nuevo estado judío de Israel pasaron a convertirse en lo que denominan como “árabes-israelíes”, aunque no por ello gozaran de todos los derechos de la ciudadanía ya que quedarían bajo jurisdicción militar hasta el 67.
Los 800.000 árabes-israelíes de la actualidad, descendientes de aquellos, no son por tanto considerados ciudadanos, sino extranjeros sin derechos sobre el territorio y se les discrimina sistemáticamente. Se puede decir por tanto que el discriminación institucional israelí comenzó con la propia fundación del estado israelí en 1948. Desde este mismo año los palestinos han sufrido una verdadera limpieza étnica: la expulsión ha sido sistemática, planificada y llevado a cabo violentando los más mínimos derechos de las personas. Sin embargo sería a partir de 1967 cuando la segregación mostrara su cara más dura, convirtiéndose realmente en un sistema de apartheid en el que la sociedad palestina bajo la ocupación vive una erosión de las libertades, una fuerte represión, toques de queda indiscriminados, castigos colectivos y expropiación de tierras. Se añadiría con la ocupación por tanto una tercera dimensión al conflicto palestino-israelí, la del aparheid sobre los habitantes de los Territorios Ocupados, sumada a los dos problemas previos generados por la creación del Estado de Israel: los millones de refugiados palestinos que aún hoy esperan retornar a sus casas y la discriminación antidemocrática de los árabes israelíes.
El caso es que el nacionalismo Israelí más radical, conocido como “gran sionismo”, establece reivindicaciones territoriales exclusivistas también sobre Cisjordania y la Franja de Gaza, arrebatadas ambas a Jordania y Egipto respectivamente en la Guerra de los Seis días del 67, junto con la meseta del Golán a Siria, actualmente anexionada ilegalmente a Israel y la península del Sinaí, devuelta a Egipto. La situación de ocupación que desde 1967 se vive en la Franja de Gaza y Cisjordania, llamadas “Territorios Ocupados” desde entonces, ha generado un éxodo paulatino de otros cientos de miles de personas ante el brutal apartheid contra ellos dirigido por el ejército israelí, las temidas IDF. Así pues, la llamada “única democracia de Oriente Medio” niega desde 1967 el derecho a una nacionalidad a los más de tres millones y medio de personas que viven en los Territorios Ocupados (casi la mitad en campos de refugiados), y con ello pierden todo derecho a tener derechos, a la vez que otros seis millones de personas han sido condenadas al exilio y viven en su mayoría en campos de refugiados en Jordania, Líbano y Siria. En los Territorios Ocupados, compuestos por la Franja de Gaza y Cisjordania, las normas que rigen son las más de dos mil ordenanzas militares que regulan todos los aspectos de la vida y subordinan por completo la vida de los tres millones y medio de árabes-palestinos a la de los aproximadamente trescientos ochenta mil colonos judíos que se han instalado allí. En algunas zonas estas desproporciones se multiplican, así en el departamento de Nablus, que incluye ocho pueblos y dos campos de refugiados, 184.000 palestinos viven rodeados por ocho colonias israelíes con unos 6.000 colonos. En Gaza la desproporción es todavía aún mayor, pues 1.300.000 palestinos viven subordinados a 7.000 colonos israelíes que tienen completamente cercada a la población árabe. Es importante tener en cuenta que durante los años del proceso de Oslo, entre 1992 y 2000, en los que se suponía que estaba en marcha un proceso de pacificación, los colonos asentados en Cisjordania y Gaza se duplicaron, pasando de 109.784 a 213.672 personas. Esto excluye Jerusalén cuya población colona pasó de 141.000 a 170.400 personas. Según el Ministerio del Interior Israelí, en la actualidad hay cerca de 150 asentamientos en Cisjordania y 16 en la Franja de Gaza. Estas colonias sionistas están directa e indirectamente subvencionados por el gobierno israelí a través de la obtención de ventajas fiscales, de la concesión de subvenciones a la industria y al consumo y de la construcción de infraestructuras. En los años 90, se construyeron 400 kilómetros de carreteras de circunvalación para los colonos que además de ser motivo para la expropiación de tierras actúan como enormes barreras entre las poblaciones palestinas, dejándolas aisladas entre sí y creando una geografía fragmentada en pequeños cantones, más de 200 en toda Cisjordania. Además, en las colonias funcionan milicias paramilitares armadas por el gobierno y desde ellas se construyen los llamados “enclaves ilegales”, supuestamente sin permiso del Estado israelí, y que posteriormente se convertirán en colonias, para lo que, con la protección del ejército, confiscan la tierra (la mejor tierra), destruyen pozos, o roban árboles a veces literalmente, pues muchos olivos son arrancados y trasladados (y ya van más de cien mil árboles arrancados). De este modo, la sociedad palestina ha sido fracturada desde 1948 y fragmenta en palestinos refugiados (más de cuatro millones dispersos por varios países), palestinos de la diáspora (un millón dispersos por América Latina, E.E.U.U y países del Golfo Pérsico, palestinos bajo ocupación israelí (tres millones trescientos mil) y palestinos con estatus de ciudadano israelí (ochocientos mil).
Así mismo, se olvida el hecho básico de que la política de seguridad israelí, mediante la cual se justifican todas las violaciones de los derechos humanos, es un completo desastre, pues en realidad se trata de una política ofensiva encaminada a la limpieza étnica y tiene como consecuencias precisamente la pérdida de la seguridad de los ciudadanos israelíes.Uno de los últimos objetores de conciencia israelíes, Daniel Tsal, escribía a principios de 2004 una carta dirigida al Ministerio de Defensa en la que negaba a incorporarse en las Fuerzas de Defensa Israelí, las IDF. En ella, Daniel resumía lo alejado que ha quedado Israel de lo que se entiende usualmente como democracia:
“Los principios de ’la única democracia de Oriente Medio’, han perdido todo su sentido como consecuencia de la conculcación de los derechos de unos tres millones de personas y, de forma indirecta, de la destrucción en curso de los cimientos en que se considera descansa el estado de Israel… En momentos históricos como este, una persona sana tiene el deber de rebelarse contra el sistema que hace posible la opresión que estamos presenciando. Tengo la obligación moral, -no la opción, sino la obligación- de negarme a tomar parte en la ocupación y de oponerme a las instituciones que conculcan derechos humanos tan elementales. Cualquier persona sana, que no haya sucumbido al miedo y al racismo, debe, por imperativo de elemental humanidad, negarse a ser parte de un sistema opresivo y de ocupación como el que ha devenido el IDF.” (1)
1) New Profile. Comunicado de prensa. “Objetores de Conciencia a prisión y al tribunal supremo”. 8 de abril 2004. Traducción de Martín Alonso.
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