El cuento, el relato o la novela de terror semejan los parientes pobres de la literatura digamos seria.
No siempre fue así. Al margen de estos dos y otros conocidos vendedores masivos, en la historia de la literatura se han dado innegables casos de escritores de talento empeñados en asustarnos.
El cuento de terror hunde sus raíces en la tradición oral más rancia, en los relatos transmitidos oralmente por grupos humanos primitivos, desconocedores de las leyes físicas que regían (y rigen) el mundo y que, por tanto, se les mostraba hostil y terrorífico.
Se pueden rastrear indicios de relatos preternaturales en los tiempos anteriores a la invención de la imprenta: menciones de hombres lobo por parte de Petronio; la compilación “Sobre los hechos maravillosos“, de Flegon, liberto griego del emperador Adriano. Todo ello sin contar con la tradición fantasmal de los pueblos nórdicos. Como apunta H.P. Lovecraft “los Eddas y sagas escandinavos retumban de horror cósmico”.
Pero es a lo largo de los siglos XVII y XVIII cuando la historia terrorífica va tomando cuerpo y ganando adeptos en un publico lector que, a pesar del racionalismo imperante, esconde en su interior el oscuro recuerdo de un tiempo tenebroso, cuando la extinción de una llama en la noche podía significar la muerte por hambre, por frío o en las garras y fauces de ignotos depredadores.
LA NOVELA GÓTICA.
Obviando algunos oscuros precedentes, es en el siglo XVIII cuando la literatura de miedo toma cuerpo. Y lo hace en manos de Horace Waalpole, autor del seminal ” El Castillo de Otranto“, referencia básica del tema e inicio de una corriente, la novela gótica, que informaría el género durante decenios, llegando sus coletazos incluso a tiempos contemporáneos.
El inglés Waalpole, estudioso aficionado a todo tipo de fantasías medievales, publicó “El Castillo de Otranto” en 1764. La novela, una mediocre y poco convincente sucesión de hechos sobrenaturales, estaba destinada a ejercer una desproporcionada influencia en la literatura fantástica. La obra se publicó por vez primera como “una traducción” de la apócrifa historia de un italiano, un tal Onuphrio Muralto. Waalpole, ante la creciente popularidad de “…Otranto“, reconoció posteriormente su paternidad.
“El Castillo de Otranto” cuenta la historia de Manfredo, quien, tras repudiar a su esposa, pretende hacer suya a la prometida de su hijo, aplastado por un yelmo gigante (!) en un patio del castillo donde habitan. Tras una ristra de chiripitifláuticas apariciones y acartonadas lides amorosas, la novela concluye con una boda feliz y un Manfredo retirado a hacer penitencia en un monasterio.
A pesar de lo rancio del argumento, de lo artificial de su desarrollo y culminación, la obra tendría una inesperada influencia en posteriores cultivadores del género. Por lo pronto y seguramente de forma inconsciente, Waalpole había creado un escenario y unos personajes que en manos de narradores más diestros habrían de dar lugar a obras de superior calidad que la del mediocre antecesor: los aparecidos, las catacumbas, los espacio lúgubres y claustrofóbicos, la noche cargada de presagios… todos estos elementos se convetirán en típicos ingredientes del relato preternatural posterior.
Uno de los epígonos de Waalpole fue la británica Mrs. Barbauld, luego Mrs. Aikin, quien publicó en 1773 una obra incompleta, Sir Bertram, donde el terror es manejado con maestría. El argumento es el siguiente: un noble es atraído en mitad de la noche a un oscuro páramo donde se levanta un no menos espectral castillo; en su interior revivirá a una noble muerta, quien ofrecerá un banquete a su bienhechor.
A medida que avanza el siglo SVIII la novela gótica se convierte en todo un género por méritos propios, proliferando las obras de parecido pelaje. Destacamos aquí “The Recess“, de Sophia Lee, escrita en l785, donde se mezcla el terror gótico con la novela histórica.
Poco después aparecería una escritora cuyo espíritu creativo rozaba la genialidad, Mrs. Radcliffe, quien destacaría con luz propia sobre los demás – por otro lado, algo mediocres – cultivadores del género gótico.
Mrs. Radcliffe compuso seis novelas de las que sobresale “Udolpho” la más famosa de ellas y donde se relata cómo Emily, joven francesa, es llevada a un castillo de los Apeninos después de la muerte de sus padres y del matrimonio de su tía con el señor del castillo.
Seguirían a Radcliffe una pléyade de imitadores, como el norteamericano Charles Brocken Bron quien hace una fiel imitación de su predecesora incluso en los errores y faltas de ésta. Si bien se diferencia en que trasplanta la acción de sus historias de los consabidos terrenos góticos continentales a los menos manidos escenarios americanos. En una de sus obras, un sonámbulo excava una sepultura… Su título más famoso es “Wieland o la transformación” (1798) donde un fanático religioso asesina a su familia tras oír unas “voces”.
EL APOGEO DE LA NOVELA GÓTICA.
En 1796 se publica “El monje” de Matthew Gregory Lewis, obra que alcanzó gran fama. Este autor tiñe el terror de matices violentos que sus antecesores ni imaginaron. “El Monje” relata las vicisitudes de una religioso español, Ambrosio, quien, abocado a las acciones más inicuas por un diablo en forma de mujer, es atrapado por la Inquisición. Al borde del suplicio , se le propone vender su alma al diablo como pago por su rescate de las manos del verdugo. El monje accede ignorando que iba a ser perdonado por los inquisidores. La satánica burla culmina con el hundimiento del alma de Ambrosio en la condena eterna.
Después de este autor, la novela gótica se empantana en un delirio de mediocridad del que únicamente la salva la obra de un clérigo excéntrico: Charles Robert Maturin, autor de “Melmoth el errabundo” ( 1820), historia de una caballero irlandés que consigue prolongar su vida a cambio de la venta de su alma. Sólo podrá escapar al trato si consigue que otro incauto asuma su infausto papel, lo que se no se produce pese a los reiterados intentos del desesperado caballero por conseguir un sustituto. La valía de la obra fue reconocida posteriormente por autores tan poco sospechosos como Balzac, quien consideró a Melmoth como una de las supremas figuras alegóricas de la literatura europea, y escribió incluso una “continuación” donde Melmoth es aliviado de su carga. Otros autores que reconocieron el mérito de Maturin fueron Scott, Rossetti y Baudelere. Se da el caso de que Oscar Wilde adoptó, para sus últimos días de vida en el exilio, el nombre de “Sebastian Melmoth”.
EL CREPÚSCULO DE LA NOVELA GÓTICA.
Los cuentos orientales habían influido en la tradición literaria europea a través de la traducción al francés de las “Mil y una noches“, frondoso y plúmbeo tocho convertido en una moda que se refleja en obras como la “Historia del califa Vatheck” de William Beckfor donde aparecen vívidas y consistentes descripciones del infierno musulmán.
Alejada de la moda oriental y siguiendo la línea iniciada por “…Otranto“, se publica en 1799 “St. Leon” de Willian Godwin, que repasa el tema del elixir de la vida mezclándolo con la magia. El interés por ésta, aumentado por la labor de charlatanes de todo jaez como Cagliostro, da lugar a obras como “Caleb Williams” de W. Reynolds, donde la falta de elementos sobrenaturales se compensa con la presencia de auténtico terror. La obra, que cuenta la historia de un criado perseguido por su amo en quien ha descubierto un asesino, fue llevada el teatro con el título “The Iron Chest“, consiguiendo gran popularidad.
La hija de W. Reynolds, Mary W. Shelley, produciría una de las obras de terror más famosas de todos los tiempos, “Frankestein, o el moderno Prometeo“. Quienes sólo hayan tenido contacto con el personaje monstruo a través del celuloide apenas podrán captar el horroroso latido de la historia. El cine de Hollywwod, impulsado por el mercantilismo más radical, no ha dudado en eliminar aquellos aspectos de la novela menos comerciales y en enfatizar aquellos otros que consiguen pulsar la cuerda sensiblera del gran público. La obra de Shelley no tuvo continuidad a pesar de que la autora intentó repetidas veces emular el éxito inicial.
En la misma época se pública por el doctor Polidori “El Vampiro” , uno de los primeros reflejos occidentales de tal clase de personaje en la narración escrita.
Otros autores, conocidos por su aportación en distintos campos de las letras, se interesan en estos tiempos por la historia preternatural . Walter Scott publica en 1820 “Letters on Demonology and Whitchcraft” uno de los mejores compendios de saber brujeril editados en Europa. Whasington Irving cultiva el género en “The German student“, aunque entreverado con alusiones cómicas y grotescas que restan efectismo a la historia. Thomas Moore se adentra con “The epicurean” en los horrores de los ancestrales subterráneos de los templos egipcios.
En este tiempo, influído por la charlatanería paracientífica y astrológica, surge la figura de Edward Bulwer Lytton, quien en “The House and the brain” da forma a uno de los mejores relatos que sobre casas encantadas se han elaborado hasta nuestros días. Es pertinente nombrar aquí su novela “Zenoni” , que aun imbuida de un espíritu caprichosamente cabalístico, aparece repleta de un horror cósmico en forma de un “Morador en el umbral” que amenaza nuestro mundo y que sólo es conocido – y combatido – por una misteriosa y benigna cofradía de la que cada vez van quedando menos miembros. El último de ellos será guillotinado durante la Revolución Francesa.
Totalmente aparte ha de considerarse la obra de Emily Bronte “Cumbres Borrascosas”. Su argumento está cargado de lúgubres sugerencias, de oscuros presagios. El niño encontrado solo y luego adoptado por la familia (a la que al fin arruinará), únicamente habla un extraño galimatías inidentificable con cualquier lengua humana. Se insinúa a lo largo de la obra su procedencia demoníaca. Su muerte y las supuestas apariciones posteriores pondrán el corolario final en esta obra maestra. Todo ello, unido al espectral decorado donde se desarrolla la acción, dará sentido (o intentará buscárselo) al terror del ser humano en su lucha contra lo desconocido.
Con “Cumbres borrascosas” se marca el paso hacia una literatura de terror completamente innovadora de la que hablaremos en el capítulo próximo.
Reportaje: Dr. Willet.
Ilustración: “La Pesadilla” de Johann Heinrich Füssli
Este artículo fue publicado originalmente en La Factoría del Ritmo Número 10 (sección: Reportajes).
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