Concierto celebrado la primavera del año pasado en el Estadio Luna Park de Buenos Aires (Argentina). Un grupo de fama mundial con un talento que les hace muy especiales.
Un antecedente nos remite directamente, cuando hablamos sobre rarezas o situaciones no convencionales en el ámbito del rock. En este caso, abordamos principalmente en el line up de la banda en cuestión.
Si los ya desaparecidos Morphine (trío peculiar por poseer un bajo de dos cuerdas, saxo tenor y batería) no sólo los hacía especiales por la ausencia de la guitarra, y los White Stripes son un claro referente aludiendo a prescindir del bajo, utilizando teclados y programaciones como sustituto de éste. En su último disco editado hasta el momento (“Elephant”, 2003), apenas refuerzan la rítmica con líneas de bajo eficaces para el desarrollo de su música.
Dicha “fórmula” abre paso a un plano, en el cual la guitarra. Se alista por encima de todo sin descuidar lo imprescindible del resto. Esto, se cristaliza en escena cuando el volumen del instrumenta supera un interrogante previo: ¿Será lo suficientemente bestial para el público?.
El dúo de los hermanos Meg y Jack White relucen su distintivo sonido que es repetitivo a lo largo de sus cuatro álbums. Además de su satisfacción por obtener una lograda patente, parecen no estar detenidos en el limbo. Un desvío. Otro destino. La sorpresa, atada a lo minimalista del grupo, es un antídoto para el control de nuestro estado mental y/o anímico. Ella, tímida por demás, y escueta en sus palabras (esboza un puñado de Thank you) detrás de los tambores, tiene un aliado hormonal: el tempo. Su corazón es un metrónomo y su cambio de velocidad corporal le indica los movimientos a seguir. Palpitaciones. Mientras, su hermano, las tiene a velocidad de la luz, se muestra desenfrenado y más abierto a la audiencia, con una sonrisa desbordando la comisura de sus labios.
El vistazo final anticipando el show. 7000 personas despojan sus presagios, augurios y ansiedad típica. Ese rugir del calzado. Las zuelas llevan impregnadas diferentes sensaciones. Y cuando siento la pisada: Aplastar. El deseo hecho polvo y finalmente real.
Los White Stripes sugieren demasiado. ¿Grunge?, ¿Rock?, ¿Garage?, ¿Punk?. Es cada una de estas individualidades combinados con el matiz de su cantante. “Hotel Yorba”, o un Jack White tomando prestado a un imaginario Johnny Cash modelo 2000, estalla con rabia punk sumado al tinte folk-country que imprime la candidez de su guitarra acústica. La violencia de los cambios frenéticos, casi apurados, como desorientándonos la óptica suceden en “Black math” intentando contener los vúmetros de la consola. Los decibeles gritan. No hay opción. Sometimiento de los sentidos.
La iluminación recae como una bati-señal sobre el emocionado Jack. Interactúa, y la respuesta de los espectadores se resume en un ¡Yeah! Rotundo a cada bocanada del performer. Es inconmensurable el disfrute que parecen no irse jamás. Delicados acordes y un tiempo slow avecinan el delirio estruendoso de “Fell in love with a girl”, un clásico que cualquier presente no logra evitar el gran baile de los cuerpos en masa.
El combo deja entrever sus influencias. La parafernalia guitarrística de Mr. White (como entrañándonos con la imagen de Cobain, pero a una distancia de años luz de Kurt) se recuesta sobre las tablas.
Entretiempo. La sección acústica llega y las primeras vibraciones dan lugar a “We´re going to be friends”, canción que por su estructura vocal y compositiva evoca a la preciosa “Blackbird” del cuarteto más famoso de Liverpool: The Beatles. Su devoción por los Fab Four es inevitable y la veta es más visible cuando concluye el set con “You´ve got it in your pocket”.
Los bises. El disparador del ocaso. No ha faltado casi nada en este repertorio plagado de canciones como “I think I smell a rat”, “I don´t know what to do with myself” y “Offended in everyway”, entre otras. Las aproximadas dos horas del espectáculo son añicos. Y el golpe de la despedida es aquel bajo “invisible”: “Seven Nation Army” (dirigida al G7, grupo de países europeos y aliados por intereses económicos y militares). La caja de resonancia llamada Luna Park, aun resiste de milagro. El caballito de batalla de la banda surte el efecto esperado. No existe la inmovilidad.
Después del sofocón, insisten en mostrarnos nuevo material de su inminente lanzamiento “Get behind me Satan”. La flor que nos obsequian unos muy agradecidos White Stripes es “Blue orchid”, en ésta su primera visita al país. Si no fuera por las “benditas” potencias que retienen la sonoridad para evitar una posterior saturación, diría luego que he sufrido una sordera excesiva. Enfermedad que han extinguido con mesura a los asistentes, para hacer de ella el más indeleble de los recuerdos.
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